lunes, 16 de octubre de 2017

NOTICIAS --- Los trenes nocturnos


Informaba en estas mismas páginas hace unos días Pablo González de que los trenes nocturnos están en vías de extinción. La expansión de la Alta Velocidad y la supresión de trayectos los ha ido dejando en una especialidad casi exclusivamente gallega, como la empanada. Los sindicados insinúan, incluso, que el servicio que se da en ellos es intencionadamente malo para desanimar a los viajeros y seguir suprimiendo trenes.

No sé. Si es así, ese plan secreto lleva en práctica décadas, porque en los trenes nocturnos, lo que se dice dormir, nunca se durmió bien. Y, sin embargo, me dio pena leer la crónica de Pablo sobre el fin del tren de noche, en el que muchos hemos gastado tantas horas muertas. Porque, como todo el que se ha pasado algún tiempo en el siglo XX, yo he viajado mucho en trenes nocturnos. Hubo una época en que hacía el Santiago-Madrid-Santiago cada mes para ir a ver a una novia que tenía en Móstoles. Es cierto que esos viajes eran una experiencia incómoda, pero también intensa. Tumbado en la litera en la oscuridad, rodeado de toses y ronquidos, uno notaba, en la velocidad y el ángulo, el momento en el que el tren ascendía penosamente por las montañas del Oriente gallego y luego se embalaba cuesta abajo camino del Bierzo. Se sentía el paisaje en los huesos, literalmente. Un estudiante de Geografía, como yo, podía incluso reconocer el momento en el que se pasaba de los suelos paleozoicos a los del cenozoico, llanos y suaves. En el duermevela, las estaciones de tren eran como pesadillas de un loco, con las luces del andén y las voces de ultratumba de la megafonía. Dormías plácidamente a lo largo de la ancha Castilla, un lago de arcilla en calma; luego te despertaba el frío de la Sierra del Guadarrama; y luego llegabas destrozado a la Estación del Norte, con sus techos altos como los de una catedral gótica. A veces te despertaba el ruido, y veces lo que te despertaba era la extrañeza del silencio: el convoy se había parado para dejar vía libre a otro tren que pasaba zumbando como un insecto gigante de cien ojos. Una vez contemplé en los páramos de León una de las noches estrelladas más bellas y silenciosas que he visto nunca, gracias a una avería. Otra vez, gracias a un retraso, vi amanecer lentamente en Medina del Campo.

El tren nocturno a París, el expreso Viena-Venecia... Una cosa es viajar en tren y otra vivir en el tren. En los viajes en ferrocarril por Europa no era raro pasar dos o tres días metido en un vagón. Un billete de Interrail en la era de los trenes nocturnos era como tener un cuarto alquilado en un piso patera que se iba desplazando por toda Europa. Sabías que pasabas de un país a otro por el idioma de las voces que se escuchaban en el pasillo o porque un policía te pedía un pasaporte poniéndote la luz de una linterna en la cara. Tenías la misma conversación veinte veces, pero conocías a docenas de personas diferentes.

Había pequeñas aventuras, robos al descuido, romances que duraban lo que tardaba luego en llegar la primera postal de un lugar lejano. Leías más que nunca. De hecho, los libros que uno ha leído en el tren los recuerda siempre de una manera especial. Yo he leído mucho en el espacio articulado entre dos vagones, que era donde había más luz. Recuerdo que me acabé Kim en un viaje a Barcelona. En el libro, en el que los ferrocarriles de la India son, precisamente, un personaje más, Rudyard Kipling hace ver que el tren es una metáfora de la vida, que nos conduce a todos en la misma dirección, por distintos que seamos. Los trenes nocturnos eran incómodos. Pero la vida también es incómoda, y no por eso deja de ser hermosa, a ratos.

Fuente: La Voz de Galicia